El monje superior y el monje pobre (Parte II)



Pasado el tiempo. El árbol plantado por el monje pobre. Fue creciendo. Pero se daba cuenta de que los frutos que emanaban de aquel árbol. No eran los esperados. Tenían el sabor agrio y de un color pardo dominado por un verde grisáceo.
¿Qué estaba ocurriendo?
¡La semilla utilizada!
¿Era pura o estaba contaminada?
La duda lo acechaba. Como el lobo a la liebre.
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Era una mañana soleada. Las escasas nubes se teñían del color anaranjado del amanecer.
Al despertar y levantarse del cobijo de aquel árbol. Que había sido su techo durante tanto tiempo. Sintió que algo importante acechaba entre las líneas onduladas de aquellas nubes.
Noto que la ansiedad le invadía. En aquellos momentos. Recogió el bastón, el cuenco y la manta raída por el tiempo. Y se puso en marcha.
Dos jornadas de camino. Soledad y cansancio. Hacían mella en su cuerpo. Pero sabía que debía perseverar.
La mañana del tercer día. Al despertar. Descubrió una silueta. La cual hacia de parapeto entre el y los rayos de la estrella matutina.
Cuando sus ojos cansados. Le permitieron discriminar entre los rayos de la estrella y la silueta.
Descubrió con asombro. Al monje, que tiempo atrás había parecido ingrato en su conducta.
Su primer impulso fue de cierto nerviosismo. Pues desconfiaba de aquella persona.
Pero sentía la necesidad de saber el porque de todos aquellos vacilantes cambios del destino.
Después de un riguroso saludo. Comenzaron tan ansiada conversación. Que aunque ninguno sabía las intenciones del otro.
Pronto se daría cuenta del porque el sabor y color de aquellos frutos.
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Aunque sus consejos habían sido acertados. El malestar que fingía no sentir y que guardaba en el caprichoso subconsciente. Eran la materia que daba aquella propiedad a los frutos del árbol.
Terminada la conversación. Ambos emprendieron caminos distintos.
 .
La conversación habia sido fructifera en cuantia insondable. 



Sabía que debía examinar su conducta. Que su camino estaba contaminado. Y que realmente no era feliz con las acciones en las que se veía inmerso.
Había llegado la hora de un cambio. Un cambio que debía emprender a la llegada del nuevo día. Cuando la Estrella Matutina regaba y cegaba todo cuanto acariciaba.
Se recostó sobre la hierba y se dispuso a descansar. Debía tener clara la mente. Pues la tarea habría de ser constante y necesitaría dosificar sus fuerzas.
 

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